Hace dos días, quizás dos semanas, quién sabe si dos meses, te cruzabas con ellos por la calle y eran prácticamente invisibles para tus ojos, como el mal que nos acecha. Parte del paisaje de tu pueblo, del decorado. Un banco, una farola, un coche, las mesas de las terrazas de los bares esperando a los clientes… Apenas figurantes, atrezzo.
Hoy tú estás en casa, cumpliendo con tu obligación; ellos siguen afuera, cumpliendo con la suya. Escuchas el golpeteo y resoplar de los camiones de basura, el ulular de las sirenas de la policía, de protección civil…
Ruidos que antes te molestaban, te incordiaban o te ponían alerta, y que ahora, paradojas de la vida, te tranquilizan. Gracias a ellos sabes que siguen ahí, en guardia. Como los sanitarios, como los farmacéuticos, o esos valientes que te traen tu compra a casa. Alimentos para el espíritu y para el cuerpo.
La mayoría de las veces su vestimenta, esa que uniforma y elimina la identidad individual para hacerles formar, cual falanges, parte de un cuerpo, es la culpable de tu ceguera. Pero ha llegado la hora de abrir los ojos, no tan sólo de batir palmas a las ocho en punto de la tarde y cantar al viento que resistirás. Es momento de conocerlos, de reconocerlos. Ahora y cuando todo haya pasado.