Una visión muy arcaica de las administraciones públicas nos podría llevar a pensar que su única responsabilidad es ejercer aquellas obligaciones legalmente fijadas en su ámbito competencial y hacerlo de una forma eficaz y eficiente. Sin embargo, ese planteamiento tan básico ha quedado atrás. La responsabilidad social de las administraciones es realmente una ampliación conceptual hacia el sector público de lo que ha sido la responsabilidad social corporativa (RSC) de las empresas. Su aplicación supone una redefinición de las relaciones de cualquier administración con los grupos de interés, internos y externos, en las cuatro dimensiones de la sostenibilidad: económica, social, ambiental e institucional, esta última materializada en los conceptos de transparencia y buen gobierno. Este nuevo marco supone importantes cambios no solo en las políticas, sino en las forma de llevarlas a la práctica.
Cumpliendo años; cumpliendo sueños; cumpliendo promesas.
Hace 10 años, 4 ¿valientes? ¿soñadores? ¿temerarios? decidieron dar un paso al frente y lanzarse a la arena política sin ser políticos y sin vocación de políticos. Se trataba de frenar uno de los miles de millones de desmanes urbanísticos con el que Torrelodones venia escribiendo su historia. Los 4 magníficos, apoyados por sus familias y amigos más cercanos, abanderaron una nueva forma de hacer las cosas: implicarse. Y tanto tanto se implicaron que dieron forma a un partido político llamado Vecinos por Torrelodones con el máximo objetivo de demostrar que otra forma de hacer política era posible.
¿Nos preocupa realmente la corrupción?
Hace un par de meses, asistimos a la presentación del número 246 de la Revista Claves, dedicado a la “corrupción como cáncer de la democracia”, con el fondo de un artículo escrito por Andrés Herzog del mismo título.
Según Alina Mungiu-Pippidi la corrupción es el producto de las oportunidades existentes, los controles generados y el universalismo ético, entendido como la distribución imparcial guiada por la ley de los recursos públicos, justo lo contrario del particularismo, que consiste en la distribución clientelista de dichos recursos, en función de la familia, el clan, la etnia, la confesión religiosa o el partido político.